11.09.2012

Chocolesterol


Columna publicada en Revista Sambo de Diario El Universo, Noviembre 2012.


Para los que me siguen, saben que mi rutina incluye levantarse, desde hace varios meses, a horas que deberían estar prohibidas por algún organismo internacional. La meta es combinada: compartir con mis hijos llevándolos al colegio, además de arrancar el día proyectando la imagen del profesional responsable y madrugador que soy.

En la mañana el tiempo se aprovecha realmente: tus amigos duermen la resaca de la noche anterior, en Facebook solo están conectados personajes que viven en Inglaterra o China y el teléfono se encuentra -un par de horas mínimo- libre de acreedores que, si están despiertos, no llaman porque piensan que duermes la resaca de la noche anterior. Es lo que llaman una situación ganar-ganar.

Hace poco más de un mes, esta rutina matutina incluyó a mi laboratorio clínico de confianza - osea, el más cercano y que ofrezca descuento del Club de Lectores- para un examen básico. No había visitado al médico hace mucho y no me sentía particularmente mal: imagino que mi cuerpo, educada y sutilmente, estaba exigiéndolo. No me sorprendió encontrarme con un desastre natural: una marea de grasa -colesterol y triglicéridos navegando a la par- inundaba de a poco las que hasta ese momento eran una alegres, limpias y secas arterias.

Como en esas películas que en el minuto final se ve toda la historia de atrás para adelante,  pude darme cuenta que mi suerte estaba echada: las hamburguesas que mi abuela me llevaba a comer de niño. Las parrilladas que mi abuelo me obligaba a comer de niño. El whisky -y vodka y gin- que empezé a disfrutar en fiestas, bares y matrimonios cuando ya no era tan niño. Los chocolates, caramelos, tortitas, pancitos, pasteles y masitas que forman parte de mi propia y desastrosa pirámide nutricional. Y, principalmente, las toneladas de frutas y vegetales que nunca comí, sea cual sea la edad que tuviere.

Reflejarme frente al espejo de la realidad fue duro: era el momento de dejar de rendirle culto al bolón con chicharrón, terminar mi relación con los combos del 1 al 8, decirle adiós al cafecito y postre de todas las tardes. El tiempo apremiaba y debía invitar nuevos -y desabridos- amigos a la mesa: aburridas manzanas y peras, insípidas porciones de brócoli y coliflor y, coronando el patético menú, esa masa gris a base de soya que algunos ingenuos llaman carne.

Semanas después del primer impacto, me encuentro en una fiesta de frente con el diablo: carnes, embutidos, un congelador a reventar de cerveza y bandejas con Toblerone en miniatura. Abrí uno de los pequeños chocolates, tomé un solo triángulo y me retiré al balcón para disfrutarlo solo. Fue un momento Kodak: un retrato emotivo, un bocadillo fortalecedor para superar el triste banquete del día siguiente.

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