1.05.2013

Amor y control


Columna publicada en Revista Sambo de Diario El Universo, Enero 2013.

I
Hace pocos días estuve en un matrimonio familiar. Entre whiskies y canapés, parado frente a la densamente poblada pista de baile, pasó frente a mis ojos toda una enciclopedia de relaciones e interacciones humanas. Pero no eran sólo momentos de hola y chao. Era algo más allá: Ojos que ven. Manos que vienen. Besos cortos y abrazos largos. Las parejas moviéndose de lado a lado guiadas por los ritmos de moda. Algunos tiesos y otros diestros pero, finalmente, todos ahí, calentando motores para la siguiente tanda de canciones y demostraciones.


II
En algún momento de la noche, pensé en el destino de (la banda de pop) Black Eyed Peas y su antiguo éxito, Where is the love. Buena canción: un tema no solo para el diversión, sino también para la reflexión. Es uan pena que la banda, -así como muchas relaciones- terminó como una de esas luces intermitentes que ponen en las pistas de baile: prendiéndose y apagándose de manera robótica, aparentemente divertidas, pero intrascendentes e innecesarias.


III
En una fiesta de matrimonio, el baño se convierte en accesorio esencial para el emparejamiento. Calculo que por cada hora, se realiza mínimo una visita para el chequeo de rutina. Retoques del maquillaje, chismes y cotilleos, revisión minuciosa para asegurarse que todo se encuentre en su lugar. Hombres y mujeres por igual adoptan el espacio como un oasis de intimidad, donde pueden dejar de proyectarse durante breves minutos y salir energizados, listos para una nueva y posiblemente afortunada búsqueda de pareja que dure, por lo bajo, sesenta minutos.


IV
Cuando entre copas que se levantan y lágrimas que resbalan, los recién casados finalmente se van, la espesa bruma de la duda recién comienza: ¿Donde se van? ¿Que harán? ¿Cuanto tiempo más durará la fiesta? ¿Donde se fue mi novia? ¿Habrá ceviche?


V
Si la ceremonia del matrimonio es el ritual máximo al cual puede acceder una pareja enamorada, la posterior fiesta es en realidad una invitación a hacer lo mismo, una alarma con timbre de orquesta que te recuerda -a cada paso de baile, a cada flash de las cámaras- que tu puedes ser el próximo dueño de ese status reservado para aquellos que se aman locamente y son tan dementes que pretenden hacerlo para siempre.

11.09.2012

Chocolesterol


Columna publicada en Revista Sambo de Diario El Universo, Noviembre 2012.


Para los que me siguen, saben que mi rutina incluye levantarse, desde hace varios meses, a horas que deberían estar prohibidas por algún organismo internacional. La meta es combinada: compartir con mis hijos llevándolos al colegio, además de arrancar el día proyectando la imagen del profesional responsable y madrugador que soy.

En la mañana el tiempo se aprovecha realmente: tus amigos duermen la resaca de la noche anterior, en Facebook solo están conectados personajes que viven en Inglaterra o China y el teléfono se encuentra -un par de horas mínimo- libre de acreedores que, si están despiertos, no llaman porque piensan que duermes la resaca de la noche anterior. Es lo que llaman una situación ganar-ganar.

Hace poco más de un mes, esta rutina matutina incluyó a mi laboratorio clínico de confianza - osea, el más cercano y que ofrezca descuento del Club de Lectores- para un examen básico. No había visitado al médico hace mucho y no me sentía particularmente mal: imagino que mi cuerpo, educada y sutilmente, estaba exigiéndolo. No me sorprendió encontrarme con un desastre natural: una marea de grasa -colesterol y triglicéridos navegando a la par- inundaba de a poco las que hasta ese momento eran una alegres, limpias y secas arterias.

Como en esas películas que en el minuto final se ve toda la historia de atrás para adelante,  pude darme cuenta que mi suerte estaba echada: las hamburguesas que mi abuela me llevaba a comer de niño. Las parrilladas que mi abuelo me obligaba a comer de niño. El whisky -y vodka y gin- que empezé a disfrutar en fiestas, bares y matrimonios cuando ya no era tan niño. Los chocolates, caramelos, tortitas, pancitos, pasteles y masitas que forman parte de mi propia y desastrosa pirámide nutricional. Y, principalmente, las toneladas de frutas y vegetales que nunca comí, sea cual sea la edad que tuviere.

Reflejarme frente al espejo de la realidad fue duro: era el momento de dejar de rendirle culto al bolón con chicharrón, terminar mi relación con los combos del 1 al 8, decirle adiós al cafecito y postre de todas las tardes. El tiempo apremiaba y debía invitar nuevos -y desabridos- amigos a la mesa: aburridas manzanas y peras, insípidas porciones de brócoli y coliflor y, coronando el patético menú, esa masa gris a base de soya que algunos ingenuos llaman carne.

Semanas después del primer impacto, me encuentro en una fiesta de frente con el diablo: carnes, embutidos, un congelador a reventar de cerveza y bandejas con Toblerone en miniatura. Abrí uno de los pequeños chocolates, tomé un solo triángulo y me retiré al balcón para disfrutarlo solo. Fue un momento Kodak: un retrato emotivo, un bocadillo fortalecedor para superar el triste banquete del día siguiente.

10.22.2012

Dear John



Columna publicada en Revista Sambo de Diario El Universo, Octubre 2012.


Fue bueno verte. Distinguido, vistiendo tu propia marca de ropa frente a la multitud de periodistas; callado, observando. Sin intención de disminuir tu intelecto, puedo asegurar que no contabas con lo que se venía esa tarde. Assange! Guatita! Publicidad Gratuita! No te lo tomes a mal Johnny, acá estamos esperando a Pitbull. La culpa es de nadie: el personal se desenvuelve entre sol, metrovía, violencia y reggaetón, almorzando -guatita, claro- en tarrina y sacando en las ruedas de prensa fotografías desde el Blackberry. No estamos mal, solo estamos en otra.

Tenía muchas preguntas para ti: Technobohemian, Bella Freud, quién tuvo la idea original de Being John Malkovich y el olor de Michelle Pfeiffer. Quise decirte que mis hijos son fanáticos de Secretariat, aunque creo que más por el caballo. Pensé desahogar mi frustración contándote que hipnotizas a mi novia cada vez que la miras desde la pantalla. Todo eso quedó en mi libreta. Te arrancharon de mis manos las insulzas preguntas sobre la mediatizada obra: Tantos lugares comunes! Tantas preguntas obvias! Si al final, Mozart es un músico añejo y Casanova un italiano vacilón. No hay más!

Entre la maraña de cables, micrófonos y periodistas apretujados, recordé cuando estuviste en nuestra sierra, filmando Pasos de Baile. ¿Alguien te preguntó si habías probado Cuy? ¿Yaguarlocro? ¿Repita: Ya-Guar-Lo-Cro? No lo creo. Dicen que en la montaña son más cultos, pero sólo son más frios. Lo que sucedió fue que en esa ocasión te escondiste tras cámaras, ahora venías a enfrentar a una multitud escondida tras cámaras. Es distinto, Malko!.

Esa tarde, manejaste la velada como un genio. Jugabas a mostrarte totalmente interesado en una pregunta -¿Qué consejo le puede dar a nuestros artistas?- para de inmediato transmutarte y responder con la silente arrogancia de un movimiento negativo de cabeza. No por gusto te pusieron en Transformers.

Confieso que la tuya fue la segunda rueda de prensa de mi vida. Mira, no soy un periodista. Escribo lo que veo. Tomo lo que me dan y trato de volverlo interesante, divertido, memorable. Quiero salvar las distancias -¡en serio John!- pero en esa sala, cuando estuvimos cara a cara, no pude evitar pensar que mi acercamiento a la escritura se parece a tu filosofía: el actor no está para aportar sus ideas, sino para cumplir. Y si eso piensas, entonces no somos tan distantes. No te pude comentar, pero lo llamé el efecto Tom Ripley: sólo quería estar ahí para asegurarme que soy un poco como tu. 
Me pregunto si volverás, pero el recuerdo de tu aliviada sonrisa al levantarte de esa mesa, esa tarde, me responde.
Querido John, fue bueno verte. 

10.17.2012

Guayaquil revive por ti




Recuerdo esos primeros -y eternos- segundos de Kids (Larry Clark+Harmony Korine, 1995). Un close-up extremo -tanto que inicia irreconocible- a la boca de un par de adolescentes destruyéndose a besos. Los únicos sonidos: un concierto de labios, lenguas, saliva. Es un momento de intimidad masiva, de compartir la pericia de un sexo que bordea la ilegalidad con la audiencia estática. Si no asquea, es porque cada uno de nosotros quiere, o quiso, estar ahí.




Ese inolvidable arranque me asaltó en la oscuridad de Supercines durante una de las últimas escenas -Lucas y Paula en el colchón- de Sin Otoño, Sin Primavera. No confirmo que Iván Mora, su nóvel director, se haya inspirado en el filme de Larry Clark, pero al menos me arrancó una sonrisa cómplice.

Y es que Sin Otoño... se trata de justamente eso: de ser cómplice con la adolescencia temprana y la tardía; con los consumibles y los consumidores; con los tirados y los tirones; con los perdedores y, bueno, los perdedores. Porque, ¿qué son los jóvenes sino perdedores? unos beautiful losers...pero losers al fin y al cabo. Al menos, lo es todo pelado que se respete.

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Mi adolescencia fue de constante decepción hacia esta ciudad. Hasta el día de hoy, ensayo la propuesta de que Guayaquil no quiere ser joven. Con pocos años de vida, buscamos desesperadamente el disfraz de la seriedad, el matrimonio, el auto, el buen departamento, los muebles de Sukasa, las camisas Polo y los zapatos de cuero. Aparentar para reinar dentro de una sociedad diminuta. La monarquía de la imaginación.

La fábula de Mora -y fábula es, porque funciona como una visión distorsionada e idealizada de la realidad- revaloriza a Guayaquil como una ciudad donde también tenemos derecho al fracaso. Donde podemos drogarnos, alcoholizarnos y tirar antes de morir. Una ciudad donde tenemos derecho a ser rockstars, así sea por una noche en algún bar de Las Peñas o trepados en el balde de una camioneta con muchas peladas y pocas opciones. La ciudad debe enterarse, y Sin Otoño, Sin Primavera nos cuenta su apócrifo evangelio a la manera correcta: cómodo y a oscuras, con hotdog y coca cola en mano.

Finalmente -y como dice ese desencantado personaje llamado Rafa- acá toca irse o adaptarse: Sin Otoño, Sin Primavera es un film de abundante factura técnica, con un guión que sale airoso y un soundtrack valioso. Pero es también un desfile de actuaciones destempladas y una que otra situación desdibujada. Ahora, si puedes entregarte al hecho de que nada es perfecto -en esta película y en esta ciudad-, puedes, durante un par de horas, convertirte en ese adolescente que siempre quisiste ser, pero que la hipoteca te ganó por puesta de mano. Vale la pena el intento.